“Ahí están, hormigueando entre las plantas verdes, con sus caras
oscuras, sus ropas remendadas, sus manos ennegrecidas: la muchedumbre de
los tareferos. Hombres, mujeres, chicos, el trabajo no hace distingos.
En un yerbal alto como éste, el jefe de la familia trepa al árbol y con
la tijera poda las ramas que su compañero y su prole cortan y quiebran
en un movimiento incesante, separando la hoja del palo y amontonándola
en las ponchadas –dos bolsas abiertas y unidas– que cuando estén llenas
se convertirán en raídos. No hay cabezas rubias ni apellidos exóticos
entre ellos. El tarefero es siempre criollo, misionero, paraguayo, peón
golondrina sin tierra”.
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