Uno de los jóvenes que conocimos es Gabriel
Torres. Toca el “erke”, instrumento de viento hecho del asta de la vaca. Con
dejos de jazzero extraviado al que le prestaron ese instrumento solo en medio
de los cerros, toca la “música autóctona, del lugar”. La peleaba en el escenario del “Séptimo
Festival del Sentimiento y la
Tradición ”. Tocando una caja bagualera con la otra mano, daba
la necesaria base para las divagaciones de sus vientos. El muchacho se la banco
sobre las tablas, mientras lo apuraba el desorejado encargado que tenía que
hacer subir conjuntos más tradicionales de chacareras, chamamés y sapucais que
sonaban todos bastante parecidos. Gabriel aprendió a usar el erke de su padre,
con los años. Nos confiesa minutos después que le encantaría “vivir de la
música, cualquier música, aprender”. “Toco donde me llaman por la zona, en
algún festival, para el carnaval” nos dice con los ojos brillando. Le gusta el
folclore, el huayno. Pero la vida no es fácil y grata para un moreno joven de
Santa Victoria Oeste, Salta. No es tierra de posibilidades. Hay que huir, no
hay de que vivir, mucho menos de la música. Nuestro amigo es un obrero de la
construcción que trabaja en la capital provincial. Saltando de una obra a la
otra. En negro, cómo la inmensa mayoría de quienes ponen en pie edificios que
nunca habitarán. Más joven trabajó en fincas, cómo hacen varios de sus amigos.
En Río Negro, en la cebolla. En Mendoza, en la uva. Y así. El derecho a
desarrollar su arte no puede existir en los nacidos en la esforzada clase
obrera norteña que tiene que trabajar en los peores oficios, sin siquiera
derecho sindical alguno. Gabriel la pelea tocando donde y cuando puede, con los
amigos, algún fin de semana.
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