martes, 14 de mayo de 2013

¿Argentina o Bangladesh?

por Natalia Morales


Desde que tengo noción de niño que acompañé a mi padre en el surco. Jugando entre planta y planta ayudaba a cortar sus frutos. Recuerdo el despertar cuando el cielo estaba aún negro. Me costaba hacerlo. La bocina del camión que pasaba por las calles del poblado terminaba de despertarme con sus chillidos. Había que apurarse para tener un lugar donde sentarse en el suelo. La media hora de viaje por calles de tierra cansaban mis piernas si llegaba a estar parado.

Recuerdo que quería ser grande como ellos, entonces cosechaba los frutos a la par. No quería abandonar a mi padre. No quería quedarme solo. Entonces me apuraba y cortaba las frutas detrás de él. Volvíamos cuando en el cielo ya casi no quedaba sol. Las 14 horas de surco aplastaban mis ojos que querían permanecer abiertos. Caía dormido en los brazos de mi padre cuando se sentaba en el colchón a descansar. Recién ahí me sentía protegido para hacerlo.
Así de chico aprendí que debíamos esforzarnos mucho para tener más fichas ya que las mismas se cambiaban por plata. Comprendí porque mi padre, a pesar de sus manos lastimadas, cortaba los capullos más rápido que una máquina. Enojé cuando a pesar de los esfuerzos no nos alcanzaba para comer. Lamenté verlo agotado y envejecido a pesar de sus 31 años.
Lo peor es el trabajo en el campo, me repetía. Porque no hay descansos. Porque los capataces te tratan como animales. Porque siempre te pagaban de menos. Porque el sol arde fuertemente en la cara y el viento parte los cachetes. Porque el frío congela los huesos por tener poco abrigo. No hay tiempo ni para enfermarte. O trabajas o pereces.

Viví y trabajé en el campo hasta los 11 años hasta que mi padre consiguió trabajo en un taller de costura.  Un día agarramos nuestras ropas y escapamos con la esperanza de que la vida será mejor en la ciudad. Mi tío que estaba allí nos decía que en la ciudad hay muchos edificios y necesitan ayudantes, que hay talleres de ropa y necesitan costureros, que los comercios y las casas de familia necesitan que alguien los pueda limpiar. No sabíamos de costura, así que empezamos de aprendices a cambio de un lugar para dormir y de comida.
En el campo por lo menos veía la luz del sol y escuchaba el cantar de algún pájaro que pasaba volando . Ahora, en estos edificios llenos de pisos, la luz la da una lámpara y el cantar se transforma en un silbido agudo permanente que retumba en mi cabeza debido a la máquina que manejo. Nuestro tiempo se diluye entre telas, costuras y rodillos que no dejan de andar.
Extraño a mi padre. El estaba en el edificio que se derrumbó como si fuera una torre de cartas que se desploma por el leve soplido del viento. Así lo vi desde la torre del frente. Sabía que no me tenía que separar de él, pero a los que éramos más chicos nos llevaban a trabajar a otro edificio. Teníamos otras tareas. ¿Lo podría haber socorrido si estaba ahí?
Ahora estoy con mi tío que lastimado salió de los escombros. Estoy con otras personas que vivian en el mismo edificio que nosotros. Todos cocíamos. Todos teníamos algún familiar, conocido o amigo que quedaron enterrados. No hubo tiempo para dejar las máquinas. Algunos solo llegaron a abrazar a su ser querido en algun intento de no llegar solo ante la muerte. ¿quién devuelve a mi padre?
Pasan los días y las lágrimas siguen desparramadas en los ojos que veo. Caras doloridas en busca de algún consuelo. Bronca que se multiplica mientras pasan las horas.

Después de todo lo ocurrido me doy cuenta que lo cosechado en el campo y lo elaborado con las telas sirven de ganancia para otros. Otros que no trabajan y hacen grandes negocios a costa de nuestras vidas. Que lo que pasó con el edificio se podía evitar. Y si se podía evitar no teníamos heridos ni muertes. Ahora se que la prenda que yo hacía supera diez veces a mi salario en un mes. Que la marcha en la que participé hace unas semanas era también para recordar a trabajadores que habían sido asesinados por querer trabajar menos, por mejorar la vida de quienes cocemos, construimos, enseñamos.
Mis lágrimas se esfumaron. Todas se convirtieron en furia. Todas endurecieron a este niño que no fui. En los surcos, detrás de las máquinas somos millones de chicos quienes no tenemos derecho al descanso, al alimento, a los juegos. Nuestra infancia quedó sumergida en el destajo capitalista y ahora resurgimos como respuesta del último latigazo recibido sin previo aviso. Ahora debemos prepararnos. Sino no hay enfrentamiento posible. Ni realidad que pueda cambiar.

No importa dónde es. El campo o la ciudad. ¿Argentina o Blangladesh? ¿Cuál lejano puede estar de nosotros? ¿Cuál última gota que rebalsa el vaso hay que esperar para reaccionar? Un llamado incesante que te espera.

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